Habia Una Vez, Tres Veces

FLIRT

por Tom Gunning

“Pero en realidad, todos hacemos una sola película en la vida, y luego la reconstruimos en fragmentos y la realizamos de nuevo, con tan sólo pequeñas variantes cada vez.” —Jean Renoir 

¿Sería posible repetirnos perfectamente, volver a actuar un gesto, una declaración, una escena, o incluso una memoria, como si se pudieran duplicar de forma exacta? El paso del tiempo nunca repite su ciclo perfectamente. La misma declaración tiene distintos significados, una acción revierte su efecto, e incluso cuando la historia se vuelve a repetir, cambia de tragedia a farsa la segunda vez. 

¿Pero qué ocurre con el cine? ¿No es verdad que esta tecnología fue inventada para que el tiempo pueda ser embalsamado, atrapado de una vez por todas en una cinta sin fin de repeticiones y funciones continuas? Flirt examina las paradojas de la repetición y transformación, creando una película que es simultáneamente un experimento (como resultado, un descubrimiento), una demostración (como resultado, presenta una prueba), y un juego (como resultado, entretiene). Rara vez un realizador de películas nos muestra de forma tan cándida su proceso de inspiración, provisto por consideraciones formales. Delante nuestros propios ojos, Hartley nos muestra la manera en que una imagen y un sonido, un personaje y un ámbito, una historia y una situación, todos se transforman mutuamente por medio de re-arreglos y superposiciones. Pero Flirt no es una lectura de salón de clase, ni tampoco un producto de laboratorio. Como todas las películas de Hartley, Flirt está colmada de pasión, humor, lamentación, misterio, y—a fin de todo—milagro. En Flirt vemos cómo el encuentro entre una realidad contingente y una situación que requiere una decisión definida dan a la luz una película—tres películas, en verdad, y a una película en su totalidad, la cual representa tres películas interactuando y desenlazándose juntas. Y la pasión y el milagro provienen del hecho de que para Hartley no solo las películas se originan por medio de encuentros súbitos entre actos arbitrarios y compromisos definitivos, pero también el amor y la vida misma. 

Un presumido (“flirt”), Hartley nos muestra, es una criatura que se regocija en la ambigüedad, que navega por los bordes de una definición, y que valora la diferencia entre la pregunta y la respuesta. Las películas de Hartley están siempre compuestas de encuadres (exquisitamente realizados por el cinematógrafo Michael Spiller) con bordes bien definidos, compuestos dentro del plano focal relativamente limitado del lente de 50 milímetros. Su diálogo consiste de ocurrencias acertadas e ironías que circulan de personaje a personaje, y de situación a situación. Es un director de control y precisión, un realizador que cree (como creían Hitchcock, Bresson y Lubitsch) que hay tan sólo un lugar propicio en donde colocar la cámara; un punto de vista desde donde se revela el drama. Aun así, a su vez, es también un director que muestra cómo el drama cambia, se va fuera de foco, se re-acomoda y se redefine cuando otro ángulo de visión preciso es elegido. Hartley define los contornos de sus tomas para que el caos se mueva libremente en los bordes. Una y otra vez en las películas de Hartley, la violencia se infiltra por el borde: un puñetazo súbito, un cuerpo abalanzado, una bofetada—a veces incluso un beso. Dentro del mundo cuidadosamente organizado de

ocurrencias, gestos precisos y movimientos coreografiados, la sorpresa se genera mientras una linea de diálogo repetida encuentra una nueva inflexión en un contexto alterado, o cuando la acción en un fondo de foco suave de golpe invade el plano principal definido y claro. El orden de Hartley existe para que el caos sea más dominante, mientras hay vidas que se trastornan, familias que se separan y… amantes que se encuentran mutuamente. Porque es también más allá de los contornos bien definidos de sus tomas que los milagros ocurren. 

Todos los personajes de Hartley juegan juegos, y él, como director, juega con ellos. Pero durante puntos concretos los personajes descubren que esos juegos son más vastos de lo pensado, y tampoco son siempre tan divertidos. No hay una sola persona que pueda definir el juego. Incluso las reglas pueden cambiar repentinamente, permitiendo variantes del juego que no tienen fin. En Flirt, Hartley presenta claramente a su audiencia las reglas del juego y nos invita a participar mientras miramos. Mientras notamos cada recurrencia de diálogo y situación, y cada re-arreglo y cambio de significado que implican, nos movemos por el cuidadoso transcurso de una historia de Hartley. De una historia a otra descubrimos en sus transcursos las renovaciones y transformaciones que ocurren en la trama. Pero debemos recordar que estas son más que simples diversiones y variantes. El juego se expone nuevamente a milagros mientras que el presumido, con cada desfiguramiento recurrente, se encuentra con nuevas dimensiones de fracaso y posibilidad. 

Hartley parece conjugar todas las posibilidades del presumir, en género, raza y orientación sexual, y los futuros que cada personaje anticipa (al confrontar la explosión que ocurre entre posibilidad y decisión) varían de historia a historia. En una historia una apertura se puede originar en un momento que en la historia previa parecía estar cerrada firmemente. Una linea que supuraba agresión en una historia se vuelve tierna en la próxima. Una respuesta dada en una historia responde a una pregunta completamente distinta en las historias subsiguientes. El juego es un lugar en el que la libertad y las restricciones, los deseos y las pérdidas, la cobardía y los compromisos cambian de lugar y se bifurcan—observándose mutuamente, tentando al desastre y a la posibilidad del verdadero amor. 

Cuando miramos las primeras dos historias, New York y Berlin, notamos los contrastes tan delicadamente estructurados. El presumido de New York alardea de su sensibilidad, pero aun así intenta seducir a cada muchacha con la que se encuentra. El presumido de Berlin demuestra su indiferencia, hojeando revistas mientras la gente abre sus corazones hacia él, pero también le hace asco a cada insinuación como si ya estuviera comprometido. Los riesgos se maximizan cuando una pelea por una pistola pasa de una cantina con dos hombres a un apartamento doméstico, mientras son observados por un niño que no comprende. Las decisiones finales en cada historia no son expresadas verbalmente, pero se reflejan en la acción desbordante en New York y en la extraña resignación calma en Berlin. Aun así la solución final de ambas historias queda suspendida; debemos imaginarnos el resultado de la próxima actividad de cada presumido. 

Para cuando llegamos a Tokyo, las reglas han cambiado. El juego todavía sigue, muchas de las piezas nos resultan familiares, pero nuevas configuraciones son llevadas a cabo. Lo visto y lo hablado se re-acomodan, mientras que lo invisible se convierte en tangible, la palabra se define corporalmente. Hartley nos muestra todo esto al entablar una especie de prólogo, en el que vemos no solo gestos pero también la mano del director; el proceso de ensayo y preparación dentro del mundo de actores profesionales. Los participantes son introducidos desde el comienzo como parte de un diseño unitario, mientras los vemos en posición y con instrucciones. Los incidentes en Tokyo se tornan públicos, captados por testigos temerosos, e investigados por la policía. Esta es una historia que goza de poca privacidad y con una certidumbre constante de haber sido vista, por medio de una entrada o a la vuelta de una esquina. Como si fuera un sueño (que re-acomoda los eventos de un día en superposiciones inesperadas, exponiendo las tensiones escondidas bajo la familiaridad cotidiana), lineas que reconocemos aparecen inesperadamente, escenas se dividen en dos, acciones son asignadas a nuevos personajes. Detrás de todo notamos la urgencia de la película, abriéndose camino, metiéndose en desvíos, descubriendo nuevos trayectos en las calles laberínticas de Tokyo. Al igual que el rollo de film que en una escena aparece en la mano del editor en primer plano (mientras escuchamos líneas que se originaban en las historias previas, ahora ahogadas y casi invisibles en el fondo) la película adquiere su fuerza propia. Cada corte parece perder su rumbo momentáneamente, para luego redescubrirlo, ensanchado en una trama cada vez más angosta. 

Como todos los más grandes cuentistas, Hartley enlaza el intercambio de objetos y afecciones. En Flirt observamos pistolas, latas de film y caricias pasando de mano a mano. En la historia en Tokyo, el cambio de objetos, líneas de diálogo y vínculos emocionales parecen expandirse más allá de la estructura de la historia, entrando en un juego urbano de escondidas, una búsqueda de policías y amantes, cuya energía pulsa con una confianza creciente a medida que llega al final. Aquí, las visiones de los placeres pasados del cuerpo (que ayudan a la presumida a aguantar el dolor del presente mientras que su cara destruida se restaura) son mostradas con imágenes, como si ya no quedaran palabras. Esta secuencia, junto a la película en si, termina cuando la presumida se acurruca al lado del realizador de películas exhausto, encontrando descanso y tal vez la confianza que facilitan la cercanía y los gestos sin palabras. El juego completa el círculo, desde la imagen que comienza la película al levantarse de la cama en Nueva York, a la siesta agotada en una sala de espera deprimente en Tokyo. Si bien al final no hemos verdaderamente visto al futuro, hemos sin embargo ido en círculos a través de sus variantes, encontrando a amantes que, milagrosamente, se encuentran de nuevo.

Tom Gunning
1996